A fines de 1941 dos jóvenes artistas fueron invitados a pintar un fresco en el llamado Molino de Bezares, sobre la carretera de México a Toluca, local destinado a servir de club a la Colonia de Las Lomas. Su respuesta fue: ―Sólo pedimos lo necesario para vivir mientras dure la realización del trabajo. Nuestro proyecto será audaz y concienzudo, de ahí que nuestra sola condición sea la de un respeto total a nuestra libertad.
Las condiciones fueron aceptadas. Ambos artistas trabajaron febrilmente durante unos diez meses. Poco a poco la pared era cubierta de formas y de colores. El fresco cubría ya unos 160 metros cuadrados. Todo el poder de visión y de expresión de los jóvenes artistas era puesto en acción. El París de la juventud inquieta y audaz, el París de Picasso, de la Torre Eiffel, de Chevalier; tanques movidos por hombres desnudos y torturados, pisando campos de flores bajo el caos social; multitudes en marchas, multitudes de Europa y de Asia; guerrilleros rusos y guerrilleros chinos; cárceles y fusilamientos; hombres rotos; hombres vencidos hombres delirantes. Al otro extremo, caballeros de las estepas, bajo las nubes de Asia, caracoleando espléndidos caballos, interrogándose a si mismo sobre los caminos de la conquista o de la liberación. A sus pies, la silueta de un adolescente suicidado estallaba en un blanco fosforescente sobre el fondo oscuro de unas cajas fuertes petrificadas. Un bruto déspota vestido de cuero, carne y metal surgía más lejos, dominando un mundo de esclavos, mientras que a la luz temblorosa de un farol de París, de Londres o de Viena, una mujer desesperada aguardaba al viajero de la noche… Era vasto, movido y lleno de color. Terminado hubiera sido indiscutiblemente impresionante.
Un día, un visitante — no desinteresado como la mayoría de los que acudían con simpatía a ver los progresos del fresco― que hablaba perfectamente el ruso, divisó en un rincón, por encima de las luchas representadas, el perfil oscuro de un colgado. Este colgado se parecía a uno de los más sangrientos jefes totalitarios. El visitante no pudo ocultar su descontento. Y empezaron a llover las denuncias, con amenazas anónimas de incendio y de asesinato. Los dos artistas, que hacían a veces de noche diez kilómetros a pie para regresar a sus casas, vieran cernirse sobre sus cabezas el peligro. El propietario del Molino de Bezares fue alarmado por docenas de cartas anónimas y conminativas y mandó hacer un peritaje. ¿Es qué la pintura era verdaderamente subversiva? El experto constató que se trataba de una obra vigorosa y fuerte sobre la que no podía buscarse ninguna intención política. Los jóvenes se limitaban a expresar sus inquietudes, las protestas y las esperanzas de su generación. ¡Juventud de nuestro tiempo!
Con todo, se dio orden de interrumpir los trabajos, ya muy adelantados. Incluso se dejó de pagar el compromiso establecido por el trabajo hecho. Más tarde, el Molino de Bezares cambió de propietario. Los nuevos propietarios decían generalmente a los visitantes que venían a ver el fresco inacabado: —Se trata de un gran fresco inacabado de Diego Rivera…
Pero un partido totalitario que se ampara en la calumnia y el asesinato, un partido que quema los libros o los inscribe en el índice antaño como la Inquisición y en la actualidad el nazismo, no olvidaba esta obra inquietante en si misma. El Molino de Bezares fue convertido en restaurant. Y sin ruido, sin peritaje artístico esta vez, la obra fue destruida, el fresco fue completamente destrozado. Las paredes que habían cobrado vida con las formas, los colores y las ideas, están hoy blanqueadas con cal.
Esto ha tenido lugar en México, el país de los más grandes y más audaces fresquistas, admirados del mundo entero. ¿Qué dice usted de esta historia, José Clemente Orozco, usted que ha golpeado sin piedad sobre los muros de un Palacio de Justicia la iniquidad y la hipocresía de las falsas balanzas? ¿Qué dice usted de esta historia Diego Rivera, usted que ha cantado sobre tantos muros de la gloria de las grandes revoluciones?
Los dos jóvenes artistas se ilamaban el uno Vlady (Vladimir Serge), colaborador de nuestra Revista, y el otro Ivan Denegri. Ninguno de ellos tiene seguramente nada que decir. Sólo sabemos que uno de los dos regresó una tarde al Molino de Bezares y de allí, sentado en medio de la gran sala, delante de los muros blanqueados, bajó la cabeza meditando sobre la cultura, el arte, los valores espirituales, el valor de los intelectuales y tantas otras cosas. Después salió, discretamente, en silencio.
Mundo tampoco tiene mucho que decir. Pero no puede silenciar la destrucción realizada. Los atentados contra el arte deben ser denunciados, sea quien sea el instigador. El fresco del Molino de Bezares ha sido destruido por una mentalidad totalitaria, como la que mandó quemar y destruir en la Europa de Hitler a tantos libros y a tantas obras de ciencia y de arte. Es un honor para los artistas que trabajaron en él y es una vergüenza para los que han mandado destruirlo, temerosos de contemplar la verdad escrita con audacia en los grandes muros. Millones de hombres se levantarán pronto en todo el mundo para defenderla y el mañana está lleno de nuevos muros.