“La figura dominante en la infancia de mi padre fue mi abuela, Vera Mikhailovna Poderevskaia. Ella murió de tuberculosis antes de que yo naciera, de manera que nunca la conocí. Supe por mi padre que era originaria de Nizhni Nóvgorod y que procedía de una familia de la pequeña nobleza. Se casó, todavía adolescente, con Vladimir Frolov, un maduro oficial del ejército zarista, rico y con la reputación de ser un gran coleccionista de arte. El matrimonio vivió algunos años de armonía procreando a tres hijas: Elena, Vera y Zina. Hacia mediado de los años ochenta del siglo pasado, la abuela contrajo tuberculosis y el marido la envió a Suiza para un tratamiento pulmonar. En Ginebra, se volvió socialista frecuentando los ambientes de la migración socialista y se juntó con mi abuelo, León Ivánovich Kibalchich, exoficial de la caballería imperial, prófugo y simpatizante nihilista.
El pasado del abuelo, a quien tampoco conocí, es confuso. Los Kibalchich eran una familia de sacerdotes ortodoxos originarios de Montenegro y establecidos en Ucrania a principios del siglo XVIII. Simpatizante de la organización revolucionaria Naródnaya Volia, el abuelo León nació en Kiev hacia 1860. Al momento del atentado que le costó la vida al zar Alejandro II, residía en San Petersburgo donde estudiaba medicina y frecuentaba los ambientes revolucionarios.
No sé muy bien hasta que punto se involucró en actividades conspirativas, ni están claras las razones de su exilio en Suiza, pero lo cierto es que emprendió una vida nómada y bohemia. Poseído por el alcohol y el juego, pero, también, por una insaciable sed de conocimiento, León siguió estudiando: fue alumno del científico Carl Vogt y del filósofo positivista Herbert Spencer. Cambió de oficio repetidas veces: vendedor de periódicos en Londres, farmacéutico en Canterbury, médico en un transatlántico, curador del Museo de Anatomía de Bruselas.
Ahí, en el paupérrimo suburbio de Ixelles, nació mi padre. Su infancia estuvo marcada por la miseria: Raúl, su hermano menor, murió de hambre y él mismo sobrevivió a duras penas. Creció con sus medias hermanas que mientras tanto habían llegado de Rusia y no tuvo acceso a una educación formal. Sin embargo, bajo la dirección incoherente, pero apasionada, de León, estudió las ciencias naturales, la geografía y la historia. Vera, mujer de gran cultura y sensibilidad, lo introdujo al mundo maravilloso de la literatura y de la poesía, de tal manera que, a los once años, el pequeño Victor ya había caído bajo el hechizo de Shakespeare, Molière y Chéjov, siguiendo después una formación de autodidacta en museos y bibliotecas. Esta pasión por la lectura, así como la mentalidad del autodidacta, me la heredó a mi también.