El arte fue para Vlady una pasión y un refugio. Su talento se reveló muy pronto, pero el torbellino de acontecimientos que le tocó vivir hizo imposible que adquiriera una educación formal. Siendo niño, se escapaba de la escuela para ir al Museo del Hermitage de Leningrado; ya adolescente conoció el Louvre de París y, más tarde, otros importantes museos del mundo.

Fue en estos sitios donde inició su formación. Aprendió, en primer lugar, de los clásicos: Rafael, Giorgione, Tiziano, Tintoretto, El Greco, Tiepolo, Rubens, Caravaggio, Velázquez, Goya... Sucesivamente, estando en París, se enamoró de los colores de Van Gogh, a la vez que descubría la deconstrucción de Cézanne y el heroísmo de Delacroix, Géricault y David. También conoció la obra de Picasso, a la que en un primer momento no comprendió y entró en contacto con los surrealistas André Bretón, Oscar Domínguez, Victor Brauner y Wifredo Lam. Si bien en un inicio su obra le pareció “demasiado caprichosamente arbitraria” e, incluso, “frívola”, con el tiempo, fue incorporando elementos surrealistas en su propio trabajo.

A partir de 1941, México le ofreció nuevas experiencias visuales ya que la luz y los colores del trópico cambiaron su forma de mirar el mundo. Conoció, asimismo, un movimiento que terminó definiendo su futuro como artista: el muralismo, que ya gozaba de un prestigio internacional, a partir de los trabajos de Diego Rivera, José Clemente Orozco y David Alfaro Siqueiros. Al legar, Vlady intentó con poco éxito formar parte de este primer muralismo.

Tiempo después, el destino lo colocó al lado de otros nóveles creadores que, a diferencia de él, veían al muralismo como una imposición que minaba la difusión de nuevas experiencias artísticas, como el expresionismo abstracto y el informalismo. Vlady abrevó también de estas corrientes desarrollando, durante las décadas de 1950 y 1960, obras que se inscriben en la nueva vanguardia mexicana que se enfrentó a la escuela nacionalista, al grado de que sus integrantes se conocen como la Generación de la Ruptura. Aunque su aventura con este grupo ha quedado sellada para la posteridad, el pintor ruso-mexicano acabó desmarcándose del movimiento.

A la par de la experimentación con las formas, Vlady investigó múltiples técnicas pictóricas. Dominaba distintas artes gráficas, especialmente el grabado en metal, pero fueron la pintura de caballete y después la pintura mural las que le interesaron más. Estudió, de manera casi obsesiva, los materiales antiguos y modernos logrando una reformulación propia y original de las técnicas del fresco y del temple y óleo.

En 1968, obtuvo la Beca Guggenheim y se trasladó a Nueva York. En la metrópoli norteamericana continuó su aprendizaje conociendo los movimientos artísticos del momento, que poco influyeron en su obra, pero le permitieron decantar sus propuestas creativas en la década de 1970, que resultó la más prolífica de su carrera. En 1973, consiguió el encargo que le permitió alcanzar un deseo largamente acariciado: formar parte del movimiento muralista al que se incorporó desarrollando un lenguaje propio, tanto técnico como visual. La Biblioteca Miguel Lerdo de Tejada fue el sitio que dio cabida a sus obsesiones.

A partir de esta revisión de la relación de Vlady con el arte -el propio y el de su tiempo-, la sección “Pasiones artísticas” integra dos ejes de la biografía del pintor: “Aprendiendo de los clásicos” y “Vlady y la vanguardia”. A éstos, debemos añadir dos ejes más “Vlady muralista” que será abordado en la siguiente sección y otra etapa, desarrollada a partir de la década de 1990 y hasta su muerte, cuando el artista creó algunas de sus mejores obras: El Uno no camina sin el otro, Descendimiento y Ascensión, Violencias fraternas, Luces y Tinieblas y Tatic Samuel (un retrato del obispo Samuel Ruiz no incluido en la presente exposición).